sábado, 19 de abril de 2008

Sobreinterpretar...

o sea... interpretar de más. ¿Cuantas veces le damos significados que no existen a cosas mas simples de lo creemos?

El otro dia me contaron una anécdota que hablaba de una mujer que le dijo a Picasso algo asi como que le gustaba su arte pero que no la entendía. A lo que Picasso le preguntó si le gustaba el chocolate, y si además lo entendia. No si si la anecdota es real o no, pero no deja de ser interesante por su moraleja: hay cosas que gustan y punto. No es necesario entender algo completamente (sobre todo el arte) para que a uno le guste.

Entonces me acuerdo de una serie de tiras que dibujó el genial Liniers acerca de "Cosas que a lo mejor le pasaron a Picasso"



Y si bien dudo seriamente que haya sido asi, me hace preguntarme acerca de cuantas cosas fueron escritas/pintadas/filmadas/fotografiadas/etc. simplemente por que quedaba bien asi (por que quedó copado). Pero luego fueron masticadas por los criticos, que solo saben mirar desde afuera y opinar, para luego devolvernor una obra sobreanalizada; con lo que a veces hacen que pierda un poco su encanto (muchos estudiantes de arte/cine/letras/fotografía reconocen que ya no pueden leer/mirar películas/fotografiar/escribir como lo hacían antes de empezar a cursar, por que están "contaminados" de ese conocimiento.

"A los 12 años sabía dibujar como Rafael, pero necesité toda una vida para aprender a pintar como un niño." (Picasso)

1 comentario:

Anónimo dijo...

"...Siempre seré como un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que desde el comienzo llevan consigo al adulto, de manera que cuando el monstruito llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigo al niño, y nel mezzo del camin se da una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo.

Esto puede entenderse metafóricamente pero apunta en todo caso a un temperamento que no ha renunciado a la visión pueril como precio de la visión adulta, y esa yuxtaposición que hace al poeta y quizá al criminal, y también al cronopio y al humorista (cuestión de dosis diferentes, de acentuación aguda o esdrújula, de elecciones: ahora juego, ahora mato) se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que somos a la vez araña y mosca.

Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una clara diferencia; si viviendo alcanzo a disimular una participación parcial en mi circunstancia, en cambio no puedo negarla en lo que escribo puesto que precisamente escribo por no estar o por estar a medias. Escribo por falencia, por descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas. El monstruito sigue firme.

Esta especie de constante lúdica explica, sino justifica, mucho de lo que he escrito o he vivido. Se reprocha a mis novelas -ese juego al borde del balcón, ese fósforo al lado de la botella de nafta, ese revólver cargado en la mesa de luz- una búsqueda intelectual de la novela misma, que sería así como un continuo comentario de la acción y muchas veces la acción de un comentario. Me aburre argumentar a posteriori que a lo largo de esa dialéctica mágica un hombre-niño está luchando por rematar el juego de su vida: que sí, que no, que en ésta está. Porque un juego, bien mirado, ¿no es un proceso que parte de una descolocación para llegar a una colocación, a un emplazamiento -golf, jaque mate, piedra libre? ¿No es el cumplimiento de una ceremonia que marcha hacia la fijación final de la corona?..."


J. C.